Al parecer, el pueblo estaba abandonado. Le habían dicho que allí nadie entraba. John McNeef, era un muchacho decidido y como tal, se aventuró a recorrer el lugar.
Un viento helado le golpeaba la cara y de vez en cuando, un torbellino de polvo lo envolvía. Sin embargo, cerró los ojos, respiró profundamente y siguió avanzando a paso firme.
Al pasar el primer edificio, se percató que en su interior se escuchaban las voces de un par de hombres. Sin estar muy seguro, se acercó al alféizar de una de las ventanas y observó en su interior. Pero aquella habitación estaba tan vacía como la calle. Dispuesto a desafiarlo todo y aún sin entender, siguió avanzando por el lugar. De pronto, escuchó que alguien lo llamaba. Por un segundo se paralizó, la voz le era familiar.
¡John! ¡John!... y por fin lo divisó. Escondido entre unos baúles, se encontraba su mejor amigo, Marti Spencer. Un muchacho de aspecto desgarbado y sin ninguna pretensión en el vestir. John corrió y lo abrazó. Luego se acomodó junto a él, sentándose sobre las tablas apolilladas de la terraza. Los jóvenes comenzaron una conversación que duró hasta que el sol se perdió en el horizonte.
Al llegar la noche, vieron horrorizados como un centenar de personas salían de sus casas, haciendo su vida normal. Pasaban por su lado, como si nada. Entraban a los locales y se abastecían de los productos ofertados. Aquellos personajes parecían sacados de un cuento de terror, y sin duda, lo eran. Lívidos por el miedo, los dos amigos se quedaron ocultos hasta que el sueño los venció.
Al llegar la mañana, John y Marti, se incorporaron sacudiendo y arreglando sus vestimentas. Bajaron por la única calle, escudriñando en cada rincón. Nadie escuchó sus pasos. Pues como el día anterior, nadie había en el lugar.
Al llegar al final del camino, tomaron el sendero que los conducía a un bosque y luego a una colina. En la cima, divisaron la figura de una mujer. Los amigos se miraron. Ambos la conocían.
Con el corazón en la mano, John se adelantó y corrió cuesta arriba hasta que por fin, consiguió alcanzarla. Mary Ane Spencer, tenía una expresión de aguda tristeza. Su pelo y ojos negros, resaltaban ante la palidez de su rostro. No era la misma, aquella que había dejado hace algunos días atrás, al entrar en el pueblo. Sin embargo, con la emoción de quien ama por primera vez, la llamó. Su voz como un eco, se perdió en la inmensidad. Ella no respondió. Sólo se escucharon los sollozos de la joven, que frente a dos frías lápidas, lloraba desconsoladamente.
Las blancas piedras en sus epitafios, llevaban cada una y respectivamente, los nombres de John McNeef y Marti Spencer.
Un viento helado le golpeaba la cara y de vez en cuando, un torbellino de polvo lo envolvía. Sin embargo, cerró los ojos, respiró profundamente y siguió avanzando a paso firme.
Al pasar el primer edificio, se percató que en su interior se escuchaban las voces de un par de hombres. Sin estar muy seguro, se acercó al alféizar de una de las ventanas y observó en su interior. Pero aquella habitación estaba tan vacía como la calle. Dispuesto a desafiarlo todo y aún sin entender, siguió avanzando por el lugar. De pronto, escuchó que alguien lo llamaba. Por un segundo se paralizó, la voz le era familiar.
¡John! ¡John!... y por fin lo divisó. Escondido entre unos baúles, se encontraba su mejor amigo, Marti Spencer. Un muchacho de aspecto desgarbado y sin ninguna pretensión en el vestir. John corrió y lo abrazó. Luego se acomodó junto a él, sentándose sobre las tablas apolilladas de la terraza. Los jóvenes comenzaron una conversación que duró hasta que el sol se perdió en el horizonte.
Al llegar la noche, vieron horrorizados como un centenar de personas salían de sus casas, haciendo su vida normal. Pasaban por su lado, como si nada. Entraban a los locales y se abastecían de los productos ofertados. Aquellos personajes parecían sacados de un cuento de terror, y sin duda, lo eran. Lívidos por el miedo, los dos amigos se quedaron ocultos hasta que el sueño los venció.
Al llegar la mañana, John y Marti, se incorporaron sacudiendo y arreglando sus vestimentas. Bajaron por la única calle, escudriñando en cada rincón. Nadie escuchó sus pasos. Pues como el día anterior, nadie había en el lugar.
Al llegar al final del camino, tomaron el sendero que los conducía a un bosque y luego a una colina. En la cima, divisaron la figura de una mujer. Los amigos se miraron. Ambos la conocían.
Con el corazón en la mano, John se adelantó y corrió cuesta arriba hasta que por fin, consiguió alcanzarla. Mary Ane Spencer, tenía una expresión de aguda tristeza. Su pelo y ojos negros, resaltaban ante la palidez de su rostro. No era la misma, aquella que había dejado hace algunos días atrás, al entrar en el pueblo. Sin embargo, con la emoción de quien ama por primera vez, la llamó. Su voz como un eco, se perdió en la inmensidad. Ella no respondió. Sólo se escucharon los sollozos de la joven, que frente a dos frías lápidas, lloraba desconsoladamente.
Las blancas piedras en sus epitafios, llevaban cada una y respectivamente, los nombres de John McNeef y Marti Spencer.
Texto y Fotografía:
ResponderEliminarRoseMarie M Camus 2011 Copyright ©
• Reservados todos los derechos de autor.
Bonita foto y escritura perfecta..un beso desde Murcia.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, me alegra que haya sido de tu agrado. Recibe un abrazo inmenso desde Chile.
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